Los contactos, las gestiones y las influencias han existido siempre, con gobiernos de todos los signos, y seguirá siendo así, mientras no se implemente una modalidad que atenúe lo más posible la discrecionalidad en este tipo de designaciones.
La canción de Roberto Carlos que referencia el título apunta a algo más altruista que el tema de esta columna, pero aplica a algo que todos conocemos bien: la cultura del amiguismo que de tan buena salud goza en Chile, donde la amistad o la relación con quienes nos pueden ayudar en un momento determinado no es vista como algo negativo, sino como una condición práctica y necesaria para salir de algún apuro o sacar ventaja de una situación en la que competimos con otros.
Otra expresión popular, el refrán “favor con favor se paga”, muchas veces se hace carne cuando quienes comparten espacios de influencia o poder favorecen a parientes, amigos o simples conocidos por una lealtad mal entendida o, simplemente, porque a futuro se les podrá cobrar de vuelta el favor concedido.
Desde las postulaciones a trabajos que van con recomendaciones a pie de página hasta “atajos” en los sistemas de admisión a instituciones de todo tipo; o bien en la participación de licitaciones donde se cuenta con alguna “ayuda” extra o los contratos a dedo en los que el nombre de quien está aplicando o las conexiones que ofrece son un plus: todas ellas son prácticas que sabemos que existen y siguen siendo importantes en un Chile, donde siempre ha funcionado el característico “pituto”.
La “revelación” de que Luis Hermosilla habría hecho gestiones para propiciar el nombramiento de ministros en la Corte Suprema es un reflejo de esa cultura. Como bien lo reconoció un exsupremo –sorprendido por el escándalo que se armó tras conocerse el hecho–, “todo el mundo sabe cómo funciona esto”. Los contactos, las gestiones y las influencias han existido siempre, con gobiernos de todos los signos, y seguirá siendo así, mientras no se implemente una modalidad que atenúe lo más posible la discrecionalidad en este tipo de designaciones.
Lo ocurrido con el exdirector de la PDI, Sergio Muñoz, es otro claro ejemplo que debe llevarnos a reflexionar sobre cómo nuestros representantes utilizan el poder momentáneo que ostentan en beneficio propio o de otros, en lugar de las instituciones a las que se deben. “Estoy a lo que necesites, estaré atento”, decía el exfuncionario en unas de las decenas de conversaciones por WhatsApp que comenzó a sostener regularmente con Hermosilla apenas asumió el más alto cargo de la institución, cargo que –al menos así lo creía él– alcanzó en parte gracias a las gestiones que habría realizado el profesional ante quien ahora se ponía gentilmente a disposición.
Apenas 13 días después de asumir el mando de la policía civil, Muñoz retribuyó esa lealtad compartiéndole al abogado información reservada de la propia institución que él encabezaba. A lo largo de dos años le proveyó toda clase de documentos, minutas y oficios cuya divulgación estaba expresamente prohibida y penada por la ley, algo de lo que él estaba consciente, y que se complementaba con comentarios sobre los avances de procesos judiciales en los que Hermosilla tenía (o no) participación.
La observancia y cumplimiento de la ley quedaba subordinada a la “lealtad”. Con una carpeta investigativa que acumula 777 mil páginas de información extraída del celular del abogado, es muy probable que seguirán saliendo a la luz otros casos de favores, lealtades y amiguismos, que confirmarán lo profundamente enquistada que está esa cultura en nuestra sociedad.
Creer que la corrupción solo existe cuando hay una transacción monetaria de por medio es una falacia. También lo es utilizar el poder e influencias en beneficio propio o de otros, en lugar de la institución a la que representan y de la que deriva ese privilegio.
El daño provocado por Muñoz a su institución es enorme, como lo refleja el desplome que sufrió la imagen de la PDI en la opinión pública. De haber encabezado la valoración ciudadana en los sondeos, en solo una semana perdió 26 puntos en la encuesta Cadem y un 43% de los consultados cree hoy que hay mucha corrupción al interior de sus filas.
En las últimas dos décadas se han hecho importantes esfuerzos por ir acotando los espacios de discrecionalidad que favorecen el amiguismo y la corrupción. El Consejo de Auditoría Interna General de Gobierno, la Ley de Probidad y Transparencia, la creación del Consejo de Alta Dirección Pública, la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, la Ley del Lobby y, más recientemente, la Ley de Delitos Económicos y Ambientales, son pasos importantes en ese sentido.
Pero eso debe ir acompañado de un cambio cultural. Todos conocemos a alguien en alguna posición de privilegio o poder que podría favorecernos. Todos tenemos algún conflicto de intereses y es imposible pretender vivir en una burbuja para no caer en ellos. Lo importante es reconocer y transparentar esos lazos cuando sea necesario, para evitar situaciones de privilegio o moralmente reprochables.
Un síntoma alentador ha sido la casi inmediata renuncia del exdirector de la PDI y su posterior detención. También el reconocimiento que se ha hecho de que –al margen de la participación de los tres poderes del Estado en los nombramientos en el Poder Judicial– numerosas influencias políticas, corporativas y personales rodean tales procesos.
La poetisa estadounidense Emily Dickinson decía “todo mi patrimonio son mis amigos”. Tener redes de contactos es un activo, pero que debe ser transparentado. Que esto nos sirva a todos como un examen de conciencia sobre el peligro que supone seguir normalizando aquellas frases en las que la amistad y la lealtad son mal utilizadas bajo la excusa de que así ha sido siempre y que, si no lo hago yo, igualmente lo harán otros.
En resumen, más amigos y menos amiguismo.
Por: Susana Sierra
Fuente: El Mostrador