“Quien roba poco es ladrón, quien roba mucho es barón”, decían unos versos que triunfaron en Brasil durante el imperio. El protagonista, uno de los mayores corruptos de la corte, fue barón y luego vizconde. Dos siglos después, la operación Lava Jato puso freno a la tradicional impunidad de los poderosos gracias a un juez ambicioso y a unos fiscales comparados alguna vez con los intocables de Elliot Ness, los que atraparon a Al Capone. Actuaban desde Curitiba, una capital del interior, lejos de los centros de poder.
La Fiscalía General de la República disolvió este lunes la unidad, formada por nueve fiscales, dedicada en exclusiva a investigar el caso desde Curitiba. En los mejores tiempos fueron 14. La decisión, burocrática en apariencia y conocida este miércoles, cierra una era de Lava Jato. Las pesquisas nacieron hace siete años de manera anodina en un lavacoches donde se blanqueaba dinero, de ahí, a los sobornos que Petrobras pagaba a políticos pero adquirió un asombroso desarrollo con ramificaciones internacionales. Sus tentáculos en la petrolera mexicana Pemex son ahora la noticia más candente, pero antes llevó a la cárcel a Lula da Silva y a presidentes de Perú, Panamá y El Salvador, motivó el suicidio de un quinto mandatario, alteró el mapa político de la región y alumbró la mayor multa de la historia a una empresa por pagar sobornos.
Muere en Brasil la marca que galvanizó el hartazgo con la corrupción, llenó las calles de indignados e impulsó la victoria electoral de Jair Bolsonaro después de que Lula fuera descalificado al estar condenado por corrupción. El impacto de las revelaciones en el resto del continente también fue y es enorme, en Perú, en México, Colombia… Poderosísimos políticos y empresarios entraron en la cárcel a medida que los investigadores iban tirando de los hilos de la madeja. Arreciaron las críticas de excesos por parte de los investigadores, y en el caso de Brasil, importantes sospechas de sesgo político.
La última hora de la Lava Jato apunta a que el antiguo director de Pemex Emilio Lozoya recibió sobornos de la constructora española OHL a cambio de contratos públicos durante el Gobierno de Enrique Peña Nieto. Son los miembros más recientes de un abultado club de poderosos -sospechosos, unos, condenados otros- que se creyeron intocables durante décadas.
Además de Lula, los presidentes Alejandro Toledo (Perú), Ricardo Martinelli (Panamá) y Mauricio Funes (El Salvador) pasaron tiempo entre rejas. El peruano Alan García se pegó un tiro cuando iba a ser detenido. Los fiscales de Curitiba lograron casi 300 detenciones, 278 condenas y recuperaron 4.300 millones de reales (660 millones de euros) para el erario brasileño. La constructora brasileña Odebrecht, que tenía un departamento para mordidas, pagó una multa de 3.500 millones de dólares en Estados Unidos.
Curitiba es también la ciudad donde Lula estuvo 19 meses encarcelado tras ser condenado por el juez Sergio Moro, cuyo nombre quedó asociado a Lava Jato. Convertido en héroe nacional, fue ministro de Bolsonaro. Cuatro de los nueve fiscales seguirán por ahora con el caso, diluidos en un equipo contra el crimen organizado.
La decisión se veía venir. El presidente lo anunció con todas las letras hace cuatro meses: “Yo no quiero acabar con la Lava Jato. Ya acabé con la Lava Jato porque en mi Gobierno no hay corrupción”, proclamó en un discurso aplaudido por los presentes. Para entonces, Moro se había ido del Gobierno y los investigadores iban estrechando el cerco en torno a miembros del clan Bolsonaro sospechosos de corrupción. El mandatario populista preparó el terreno con el nombramiento de un fiscal general afín que ahora ha dado la estocada al caso.
“Existe un interés político en debilitar la Lava Jato. Cuanto más débiles son los órganos de fiscalización más lo celebran los sospechosos”, afirma por teléfono el fiscal Roberto Livianu, presidente del Instituto Não Aceito Corrupção, una asociación. “Los fiscales que han sido reubicados tienen brío y principios éticos, pero no tienen poderes sobrenaturales cuando su carga de trabajo es inhumana”, añade.
El golpe definitivo llega en un momento clave. Bolsonaro ha olvidado su encendido discurso contra la vieja política y la corrupción para repartir millones de las arcas públicas a un puñado de partidos sin ideología conocidos por vender su apoyo parlamentario a cambio de cargos con presupuesto. Con esos aliados al frente del Congreso, espera enterrar el fantasma del impeachment.
El descontento por supuestos abusos de los investigadores unido se ha sumado a una especie de súbita amnesia. Porque este golpe a la Lava Jato fue recibido con notable indiferencia en Brasil aunque sus revelaciones fueron centrales en la campaña de Bolsonaro y antes, en la destitución de Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores. Como tuiteó una periodista, “no hay nadie en la calle, ni está entre los TT (temas en tendencia). Qué cosa”. Sin embargo y, pese los evidentes efectos políticos del megaescándalo, la percepción de los brasileños respecto a la corrupción ha variado muy poco. En estos siete años ha caído cinco puntos en la clasificación de Transparencia Internacional hasta el puesto 94 entre 180 países, empatado con Perú y muy por delante de México, en el 124.
Como recalca Livianu, del Não Aceito Corrupcão, la lacra afecta a cada ciudadano porque esos fondos dejan de financiar la sanidad, la educación, las vacunas del coronavirus, el saneamiento o la seguridad. Un ataque directo a las políticas públicas.
Mientras, Moro tiene sus propios problemas. Ha tenido que reinventarse porque no puede volver a la judicatura desde que pasó por el Gobierno. Y está la sospecha de falta de imparcialidad, por el contenido de los mensajes que intercambiaba con los fiscales durante la investigación sobre Lula, según revelaron The Intercept, EL PAÍS Brasil y otros medios. El Tribunal Supremo, que este lunes levantó el secreto de un nuevo lote de mensajes, debe decidir sobre la demanda de Lula contra Moro; este pide su expulsión de la carrera y la anulación de la condena. Una decisión judicial delicada. Afectará al futuro político del héroe y del villano de Lava Jato.
Fuente: EL PAÍS