“Lo correcto es correcto, aunque nadie lo haga; lo incorrecto es incorrecto incluso si todos lo hacen”. La frase la dijo San Agustín hace más de 1.500 años, pero sigue estando absolutamente vigente a propósito de dos hechos contingentes: la reciente promulgación de la Ley de Delitos Económicos y contra el Medioambiente, por un lado, y el llamado “Caso Convenios” por el otro, que sigue dominando la agenda en la medida que semana a semana se va desenredando (o enredando) como una madeja.

Primero salió a la luz el caso de Democracia Viva, le siguieron cuestionamientos en otras fundaciones del país, evidenciando un modus operandi para defraudar al Fisco, y más tarde vino el insólito robo de computadores y de una caja fuerte en el Ministerio de Desarrollo Social, a vista y paciencia de los guardias. Luego continuaron sustracciones similares en otras reparticiones públicas, en las que al parecer ingresar no costaba nada; la caída de autoridades de gobierno, y ahora nos estamos sorprendiendo con el caso que involucra la compra de lencería y gastos en restaurantes con recursos desviados de una fundación “arrendada” por una excandidata a alcaldesa cuya bandera de lucha era -sin ironías- combatir las malas prácticas. Cada vez más parece el guion de una mala película en la que todos somos espectadores, a la espera del siguiente capítulo.

En medio de estos escándalos, luego de cuatro años de tramitación en el Congreso, la también llamada “ley contra los delitos de cuello y corbata” fue finalmente promulgada. Controvertida y cuestionada por algunos, más que crear nuevos delitos, lo que hizo fue agrupar los de tipo económico bajo un solo cuerpo legal, incorporó a los medioambientales y -ciertamente- endureció las penas para los infractores.

Muchas empresas han expresado dudas y temores respecto a lo que implicará en términos punitivos para sus ejecutivos, directores y empleados. Por eso es bueno insistir que, más que sentirse en peligro, las compañías debiesen abordar esta ley como un incentivo para mejorar la auto regulación, y que, aquellas que aún no lo han hecho, establezcan programas de compliance que incluyan proactivamente las medidas necesarias para minimizar la comisión de delitos, porque actuará como un verdadero seguro para evitar la corrupción.

Pero, así como al sector privado se le impone un nuevo estándar para cumplir con la ley y combatir las malas prácticas -lo que está muy bien-, la cancha debiese ser pareja para todos y exigírsele lo mismo al sector público, que en temas de probidad y buenas prácticas debe dar el ejemplo y no al revés.

Porque si desde el Presidente Boric, pasando por el fiscal nacional, el contralor general de la República y diversos ministros ya califican sin tapujos al llamado “Caso Convenios” derechamente como corrupción, habría que preguntarse cómo llegamos a este punto. Y más importante aún, qué se está haciendo para solucionarlo.

La respuesta a la primera interrogante es precisamente por la ausencia de proactividad para aplicar esos mismos controles cruzados, requisitos mínimos, diligencias debidas y rendiciones de cuenta que se le están exigiendo a las empresas privadas, y evitar de ese modo un mal uso de los recursos públicos. Dineros que, nunca hay que olvidarlo, salen del bolsillo de todos los chilenos.

No puede ser que no se exigieran boletas de garantía a fundaciones a las que se traspasaban recursos estatales, muchas de ellas creadas poco antes de recibir cuantiosas sumas de dinero. Tampoco que muchas de ellas no tuvieran el giro para el cual estaban siendo contratadas, ni que militantes de un mismo partido ocuparan puestos que deben actuar como contrapesos para controlarse unos a otros. Cuesta entender que el Consejo de Auditoría Interna General del Gobierno no haya sesionado en un año y medio, y que, además resolviera no reportar las transferencias que se hacían a terceros.

Por mucho tiempo nos autoconvencimos de que éramos una excepción en América Latina, inmunes a la corrupción que veíamos enquistada en nuestro vecindario. Sucesivos escándalos en los últimos 20 años se han encargado de demostrarnos que no es así y que esta convive con nosotros desde hace mucho.

En esto no hay que ser ingenuos. La corrupción siempre busca la manera de poder infiltrarse y expandirse, para lo cual solo requiere de gente dispuesta a transar sus valores y privilegiar el beneficio propio. Instituciones públicas, grandes empresas, compañías familiares, partidos políticos y financieras, entre otros, fueron cayendo bajo su influjo. Con cada nuevo escándalo que se destapaba se formaron comisiones y se implementaron normativas para frenar esta plaga. Pero, igual que un virus, la corrupción siempre detecta nuevos espacios por donde colarse y crecer. Y en esta ocasión fueron las fundaciones.

A medida que las investigaciones de la Fiscalía se multiplican en distintas regiones y se comienza a poner en duda la capacidad de los gobiernos regionales para resguardar el buen uso de los recursos públicos, la Contraloría General de la República ha propuesto una serie de medidas de aplicación inmediata y en el mediano y largo plazo para cerrar las fisuras en los traspasos a entidad privadas. También la comisión sobre probidad mandatada por el Ejecutivo entregará pronto sus recomendaciones.

Materializarlas será un buen inicio para contener la propagación de este mal antes de que los chilenos comiencen tristemente a normalizar su presencia, como sucede en otros países. Partamos por cambiar el guion: no somos un oasis de probidad en el continente, la corrupción existe en Chile, nadie es inmune, por lo que es necesario que hablemos más de ella y es rol de todos nosotros -derecha e izquierda, gobierno y oposición, sector público y privado- frenarla cuando aún no es demasiado tarde, porque aquí ningún sector tiene una superioridad moral sobre el otro: escándalos hemos conocido de lado y lado.

Lo importante es que sigamos creyendo, 1.500 años después, que lo incorrecto sigue siendo incorrecto, aunque todos lo hagan.

Por Susana Sierra
Publicada en La Tercera

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