Hace 11 años, Chile se familiarizó con el compliance, de la mano de la Ley de Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas, como un repentino descubrimiento del rol que tienen las empresas en la prevención de la corrupción y, por lo tanto, de la importancia de tomar cartas en el asunto. Y, si bien, esta ley, no fue dictada bajo una mirada estratégica y una visión de futuro por parte de nuestros congresistas ni del gobierno de turno, sí fue un requisito para integrar el selecto grupo de países de la OCDE, lo que junto a incipientes escándalos, hicieron ver a las empresas que eran responsables por los delitos que cometieran sus empleados si no hacían nada para prevenirlos.

Así, la ley ha llevado a las empresas a implementar el compliance en los delitos contenidos en esta, pero muchas veces dejando de lado la prevención de otros riesgos que puedan afectarla, pero que no son parte de la normativa.

Y hoy, cuando vemos un importante avance de la corrupción, el que se ha acentuado con la pandemia, es cuando más debiera importarles a las empresas la prevención a través de controles efectivos, que no solo consideren lo exigido, sino que trasciendan el piso mínimo que impone la legalidad y logren mirarse hacia adentro, analizando sus propios riesgos. Pero, ¿están las empresas chilenas preparadas para esto?

El informe “Good intentions, Bad outcomes?” del Foro Económico Mundial señala que una cultura de integridad sólida al interior de las empresas es la clave para que una organización se comporte más fácilmente de una manera ética, porque la tiene incorporada como parte del corazón del negocio, y no como un mero cumplimiento de la ley o una serie de medidas para identificar y sancionar malas conductas individuales.

El documento señala que esta cultura debe partir por el reconocimiento de las buenas intenciones de sus empleados, pero, a la vez, considerar que estos constantemente se ven enfrentados a zonas éticas grises, que si no son debidamente tratadas pueden provocar que la empresa completa se vea involucrada en algún escándalo de corrupción. Por lo tanto, es fundamental considerar la ética individual y los sesgos cognitivos, capacitando a los empleados no solo sobre lo que dice la ley, sino en torno a dilemas éticos a los que se puedan enfrentar dentro de la compañía; al mismo tiempo que se construye una seguridad psicológica que los invite a hablar sin miedo si ven algo que no corresponde, identificándose así oportunamente riesgos. Por el contrario, en culturas muy jerarquizadas, prima el miedo a hablar, facilitándole el camino a los corruptos.

Por otro lado, en esta cultura de integridad, los incentivos deben tener una mirada de largo aliento, donde importe cómo lograr las metas y no solo el llegar a ellas, evitando así que personas con buenas intenciones, desvíen sus objetivos por ganancias de corto plazo. A la vez, se debe impulsar el cambio a través de ejemplos innovadores que promuevan un actuar ético como un valor intrínseco de sus integrantes, y no como un manual para aprender o responder un test.

Otro punto fundamental es diseñar un enfoque holístico de la ética y el liderazgo organizacional, donde el directorio entienda su rol para la empresa -y el que ésta tiene en la sociedad-, basado en los criterios ESG, donde las distintas áreas actúen en conjunto en pos de la integridad y la sustentabilidad, con un propósito claro, en el que se potencie el liderazgo ético y la diversidad, y que permita medir la confianza de los stakeholders.

Solo así las empresas podrán hacer frente a la nueva era (que ya es hoy) y ser sostenibles a largo plazo. No se trata de una pelea entre el compliance y la estrategia, ni de cuánto tiempo el directorio le dedica a temas de compliance, sino que de entender cómo este es parte de la estrategia, y que el cómo se llega a los resultados es tanto o más importante que los resultados mismos. ¿Qué sacamos con crecer al doble o disminuir los costos, si vale cualquier táctica para conseguirlo?

El caso Corpesca es un buen ejemplo de lo anterior. La empresa fue condenada por su responsabilidad como persona jurídica, al acreditarse de manera irrefutable que no cumplió con el deber impuesto de su propio modelo de prevención de delitos, toda vez que estos fueron realizados sin mayores obstáculos por su gerente general, porque no se revisaron los controles jurídicos dentro de la organización. Esto refleja que no basta tener un programa de compliance si no existe una real supervisión de éste ni una verdadera convicción del rol de la compañía con su entorno. Seguramente, Corpesca no nació con la idea de sobornar a parlamentarios, sin embargo, se olvidó de que no da lo mismo cómo llegar a los resultados.

Una cultura de integridad corporativa puede marcar la diferencia en la lucha contra la corrupción, evitando que personas de actuar ético caigan en la tentación, y que aquellas con malas intenciones sean atajadas a tiempo.

Por Susana Sierra

Fuente: La Tercera

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