Finalmente se anunció la esperada “Agenda Antiabusos”, la cual era demandada no solo por los expertos de la materia, sino que también por la ciudadanía que la ve como una solución para combatir los delitos de “cuello y corbata”. Entre los puntos más destacados y llamativos, nos encontramos con la creación de la figura del denunciante anónimo, un instrumento utilizado en Europa y Estados Unidos, y clave para sacar a la luz casos de alta connotación. Sin embargo, en Chile su implementación tiene un gran desafío, ¡nuestra propia cultura!
Desde niños nos han enseñado que acusar es un acto negativo, una conducta que cae mal y que genera el desprecio de la mayoría, es más, el “acusete” (como se le conoce de manera coloquial), al denunciar un hecho pierde la confianza de sus pares y pasa a ser muchas veces considerado peor que él que cometió la falta. Por lo mismo este comportamiento, al cultivarse en nuestra niñez, ha quedado arraigado en la forma que actuamos también de adultos y preferimos hacernos los tontos al ver algo reñido a la ética.
Como muestra palpable de lo anterior, y a pesar Ley 20.393 sobre responsabilidad penal de las personas jurídicas, que instruye a las empresas a tener canales de denuncia efectivos, éstos prácticamente no son utilizados. Según nuestros últimos estudios, solamente el 3% de las empresas reciben denuncias de corrupción por este instrumento y revela dos fallas profundas del sistema: la primera es que los colaboradores no están familiarizados con los canales de denuncia, lo cual es mejorable. En tanto la segunda y más preocupante, es la falta de confianza generalizada en el procedimiento de investigación y sus resultados, en especial el miedo a ser expuesto como el
“acusete”.
En mi trabajo como docente de postgrado, donde comparto con personas formadas y con desarrollo profesional, también he sido testigo de esta cultura. En una ocasión y ante la pregunta, si serían capaces de hacer una denuncia si son testigos o detectan una actividad irregular en su empresa, todos y sin excepción, dijeron que no. Cuando pregunté el porqué, el consenso fue que preferían no meterse por las represalias.
Ya sea con la figura del denunciante anónimo o por los canales de denuncia de las empresas, el chileno tiene miedo a las repercusiones. Esto se puede deber, a que cuando una persona detecta una actividad irregular, asume que las malas prácticas están instaladas desde altas esferas (directorio y plana ejecutiva)y que la denuncia no tendrá efecto, lo cual es todo lo contrario, ya que el saber entrega al directorio la única posibilidad de tomar cartas en el asunto desde el compliance.
En ese momento el debate sobre la propuesta del Gobierno está instalado en dos aristas. Por un lado en las garantías de anonimato, lo cual es clave ante lo escrito en esta columna, y el de incentivar las denuncias mediante recompensas, que también se desprende de las experiencias extranjeras. Sin embargo, creo que lo más relevante es el cambio cultural que debemos dar, dejando atrás el concepto del “acusete”. Los chilenos post 18 de octubre quieren una sociedad distinta, más transparente y que no permita las malas prácticas de unos pocos. En este contexto, las empresas tienen que ser las encargadas, de forma espontánea, de potenciar estas medidas y sobre todo los líderes, ya que es vital contar con un canal efectivo de denuncia y que permita frenar las malas prácticas. Y quién mejor que los mismos trabajadores o proveedores para alertarnos.
El denunciante anónimo es un buen primer paso, pero ahora somos nosotros, y me incluyo, que debemos cambiar la mentalidad para que esta medida de fruto y permita un mercado más justo y competitivo.
Por Susana Sierra